viernes, 21 de junio de 2013

Yo, mujer


Yo, mujer,
terca habitante del planeta
veo llegar el día en que el otoño
bese feliz la primavera.
Espero la vendimia de mi sangre.
Veo tomarse ocres las verdes hojas de mis manos.
Siento crecer la vida que sembré con loco amor
e insensatas alegrías,
mientras fueron pasando, uno a uno,
soles, constelaciones y planetas.


 
Aprendí a pronunciar los nombres de mis hijos
que me fueron revelados poco a poco
cuando ellos eran apenas
dulces astronautas de mi vientre.

Conocí los secretos de la vida.
Bebí con avidez rachas de viento,
embriagué mi piel con la salobre espuma
dorada por el sol.
 

Conocí la tormenta en el océano
la perfecta oposición de los astros sobre el mar,
y sentí la pequeñez indómita de este cuerpo que ocupa
apenas un fragmento del tiempo y del espacio.


Yo, mujer,
terca habitante del planeta
he dejado mi huella amorosa en la nube
que pasa ligera.

Ahora espero,
gratia plena,
el día en que el otoño bese feliz la primavera
para compartir
                                                    gozosa
                                                          este jugo fermentado que es ahora mi sangre.



Michéle Najlis, 
poeta y teóloga nicaragüense



domingo, 2 de junio de 2013

CUERPO FEMENINO Y ESPIRITUALIDAD



Tomado de Espiritualidad y Género
Elisa Estevez López,
Ribet Vol VI, N° 10 (2010)

 Una espiritualidad que afirma el cuerpo femenino como lugar de revelación

“Habitar un cuerpo de mujer es una experiencia apenas narrada todavía”.[1] Todavía son muchas las mujeres en la actualidad que han crecido en el temor y en la sospecha de la belleza, la fuerza y la bondad que se manifiesta en nuestro cuerpo; más aún, que han crecido convencidas de que su cuerpo las aleja de Dios.[2] Sus sufrimientos y dolores como mujeres, así como también sus anhelos y goces, han quedado privados de la Palabra que es capaz de conferirles reconocimiento y fuerza significativa en la vida personal y en la vida social y religiosa. Sin embargo, nuestra piel está viva de señales (A. Rich). Señales que invitan a toda mujer a escuchar los susurros o los gritos que están contenidos en nuestra memoria corporal —la de cada una de nosotras y la de todas las mujeres que han entretejido nuestra historia universal— y, sobre todo, señales que nos hablan de reapropiación de ellas mismas desde la toma de conciencia de su corporalidad femenina, y en clave de integración profunda, sanadora y restauradora de nuestro ser mujer.
Desde esta nueva toma de conciencia es posible acceder también a un nuevo modo de hacer teología, de caminar a impulsos del Espíritu y poner palabra a esa experiencia donde el cuerpo aparece como punto de partida de la misma. Y es que como afirma Ivone Gebara, “partir del cuerpo es partir de la primera realidad que somos y conocemos. Es afirmar y reconocer su maravilla, admitiendo al mismo tiempo la imposibilidad de cualquier cosa sin él”.[3]
Una espiritualidad feminista alienta el reconocimiento del cuerpo como lugar de revelación y manifestación de nuestra humanidad religada a Dios.[4] Entiende que en diálogo con los miedos, las alegrías, las esperanzas, los deseos y anhelos que han quedado grabados en él, es posible alentar una nueva experiencia donde las mujeres pueden reconocerse en su identidad desde el Espíritu de Jesús que habita en ellas, y las invita a construirse y construir el mundo según él lo va impulsando. [5] Asimismo, de acuerdo con esta autora, una nueva hermenéutica que recree el valor de la corporalidad afirma que el cuerpo que reflexiona trastorna la reflexión y abre espacios de significado porque experimenta el reverso de los sentidos. Los sentidos no son únicamente operación biológica. También son interpretativos en “el ojo que toca, las manos que ven, los ojos que se mueven con el tacto, el tacto que mantiene por los ojos nuestra inmovilidad y movilidad”. [6]
Una espiritualidad feminista, por lo tanto, niega esa distinción jerárquica neoplatónica entre espíritu y cuerpo, que ha conducido a un menosprecio de este último. Critica y sospecha además de aquellas dinámicas sociales que ignoran, excluyen o muestran una preferencia selectiva por los cuerpos femeninos, afirmando en cambio que todo cuerpo es un espacio donde Dios se revela y hace llegar su palabra. Sale así al paso de ese estereotipo todavía vigente en la actualidad del cuerpo femenino como tentación que arrastra a los varones a la perdición y al pecado, y denuncia toda explotación y violencia contra el cuerpo femenino. Para Nancy Cardoso “el cuerpo no es el envoltorio de la conciencia, sino la experiencia-acontecimiento que destruye la dualidad entre la esencia y la apariencia, subjetividad y objetividad, actividad y pasividad, y otros binarios fijos construidos por la tradición metafísica patriarcal”.
Las teologías feministas de la corporeidad desconfían de todo tipo de espiritualidad que prescinde del cuerpo, de la vida, de la tierra y de las relaciones sociales, puesto que prescindir de la corporeidad significa en último término no amar. Se privilegia igualmente un lenguaje encarnado y concreto, y se vincula la experiencia de salvación con experiencias de “sanación” que hablan de integración, dignidad, plenitud y encuentro con el Dios de la vida en tantas y tantas experiencias cotidianas.[7] Por otra parte, una espiritualidad que tiene a la base una antropología unitaria y holística recupera el espacio del placer y de la fiesta para las mujeres, sin tabúes ni idolatrías. En diálogo con sus cuerpos, las mujeres han desarrollado además una espiritualidad que no las focaliza exclusivamente como vientres fecundos, que no circunscribe su contribución a la historia restringiendo sus funciones a ser esposas y madres, y no limita la vivencia de la sexualidad a la procreación.
La mujer del Cantar de los Cantares se convierte en un icono que habla de una identidad femenina diferente. La relación corporal con su amante refleja el gozo de estar juntos, la alegría del encuentro, el reconocimiento mutuo de la bondad y la belleza de sus cuerpos, la nostalgia de la separación. Aparece como una mujer que toma la iniciativa, que expresa sin temor sus anhelos de amor, que contempla y vibra de gozo con el cuerpo del amado, que se estremece al sentir su presencia. Una mujer que disfruta y explora sin miedo el poder de su sexualidad y que se adueña de la fuerza erótica que reside en ella.
Una mujer que ha interiorizado una imagen positiva de su cuerpo y que vive en armonía con cada una de sus partes. Asimismo el Nuevo Testamento nos habla de mujeres que se hacen visibles por sus oídos, capaces de escuchar, acoger y comprender la Palabra creadora de Dios, la cual nunca regresa a Él desde el vacío (Lc 11,28; Mc 3, 31-35; Is 55, 10-11); nos habla de mujeres con palabras poderosas, palabras con capacidad de confirmar en la fe (Jn 11,27). Algunos modelos femeninos conservados en las tradiciones cristianas hablan de mujeres dotadas de palabras que son sanadoras y tienen la fuerza de despertar las energías liberadoras que están en germen en las personas, palabras capaces de alentar la vida, que se atreven a cuestionar, que median la entrañable misericordia de Dios para toda la humanidad. Ésta es la fuerza y la potencialidad de la palabra de la mujer cananea, que un día salió al encuentro de Jesús e inició un diálogo fecundador y fecundo, revelador y sanador, insistente y transformador. Por ello recibe el reconocimiento y la felicitación de Jesús mismo: “Oh mujer, grande es tu fe, que te suceda como quieres” (Mt 15,28).[8]


[1] AA.VV., “Editorial”, en Con-spirando 12 (1995) 1.
[2] Todavía sigue resonando la “tipología de la mujer ramera, virgen o madre, que la determina por su cuerpo y por la apropiación masculina de éste. Pero es sobre todo en forma de amenaza como la teología ha tratado, e incluso demonizado el cuerpo de las mujeres. La teología ha sido en buena medida obra de ascetas y de eremitas fugitivos del mundo, ‘para quienes la mujer simbolizaba aquello a lo que renunciaron y que amenaza sin cesar su adhesión a Dios’. La mujer, hija de Eva asociada a las pasiones, la sexualidad y el diablo, receptáculo del estupro —masculino, no obstante— por el cual se comunica el pecado original, es el otro del que hay que protegerse. Y si hay que protegerla también a ella, incluso contra sí misma, lo más frecuente será en forma de encerramiento. También en este caso, el cuerpo —particularmente el cuerpo femenino—, es refrenado, encerrado, infamado, a causa de su peligrosidad próxima al alma”.
J.-G. NADEAU, “¿Dicotomía o unión del alma y el cuerpo? Los orígenes de la ambivalencia del cristianismo respecto al cuerpo”, en Concilium 295 (2002) 227.
[3] GEBARA, Teología a ritmo de mujer, San Pablo, Madrid 1995, 78.
[4] Véase, por ejemplo, el reciente libro de E. MARTÍNEZ OCAÑA, Cuando la Palabra se hace cuerpo… en cuerpo de mujer, Narcea, Madrid 2007.
[5] N. CARDOSO, “La danza inmóvil. Cuerpo y Biblia en América Latina”, en Concilium 295 (2002) 243.
[6] Ibid.
[7] Para una relectura de las curaciones de mujeres en las tradiciones evangélicas, véase E. ESTÉVEZ, Mediadoras de sanación. Encuentros entre Jesús y las mujeres: Una nueva mirada, San Pablo / Universidad Pontificia Comillas, Madrid 2008.
[8] Una aproximación a esta historia en E. ESTÉVEZ, Mediadoras…, 283-312.