Tomado de Espiritualidad y Género
Elisa Estevez López,
Ribet Vol VI, N° 10 (2010)
Una espiritualidad que afirma el cuerpo femenino como
lugar de revelación
“Habitar un cuerpo de mujer es una experiencia apenas
narrada todavía”.
Todavía
son muchas las mujeres en la actualidad que han crecido en el temor y en la
sospecha de la belleza, la fuerza y la bondad que se manifiesta en nuestro
cuerpo; más aún, que han crecido convencidas de que su cuerpo las aleja de
Dios.
Sus sufrimientos y dolores como mujeres, así como también sus anhelos y goces,
han quedado privados de la Palabra que es capaz de conferirles reconocimiento y
fuerza significativa en la vida personal y en la vida social y religiosa. Sin
embargo,
nuestra piel está viva de señales (A. Rich). Señales que
invitan a toda mujer a escuchar los susurros o los gritos que están contenidos
en nuestra memoria corporal —la de cada una de nosotras y la de todas las
mujeres que han entretejido nuestra historia universal— y, sobre todo, señales
que nos hablan de reapropiación de ellas mismas desde la toma de conciencia de
su corporalidad femenina, y en clave de integración profunda, sanadora y
restauradora de nuestro ser mujer.
Desde esta nueva toma de conciencia es posible acceder
también a un nuevo modo de hacer teología, de caminar a impulsos del Espíritu y
poner palabra a esa experiencia donde el cuerpo aparece como punto de partida
de la misma. Y es que como afirma Ivone Gebara, “partir del cuerpo es partir de
la primera realidad que somos y conocemos. Es afirmar y reconocer su maravilla,
admitiendo al mismo tiempo la imposibilidad de cualquier cosa sin él”.
Una espiritualidad feminista alienta el reconocimiento del
cuerpo como lugar de revelación y manifestación de nuestra humanidad religada a
Dios.
Entiende que en diálogo con los miedos, las alegrías, las esperanzas, los
deseos y anhelos que han quedado grabados en él, es posible alentar una nueva experiencia
donde las mujeres pueden reconocerse en su identidad
desde el Espíritu
de Jesús que habita en ellas, y las invita a
construirse y construir el mundo
según él lo va impulsando.
Asimismo, de acuerdo con esta autora, una nueva hermenéutica que recree el
valor de la corporalidad afirma que el cuerpo que reflexiona trastorna la
reflexión y abre espacios de significado porque experimenta el reverso de los
sentidos. Los sentidos no son únicamente operación biológica. También son
interpretativos en “el ojo que toca, las manos que ven, los ojos que se mueven
con el tacto, el tacto que mantiene por los ojos nuestra inmovilidad y
movilidad”.
Una espiritualidad feminista, por lo tanto, niega
esa distinción jerárquica neoplatónica entre espíritu y cuerpo, que ha
conducido a un menosprecio de este último. Critica y sospecha además de
aquellas dinámicas sociales que ignoran, excluyen o muestran una preferencia selectiva
por los cuerpos femeninos, afirmando en cambio que todo cuerpo es un espacio
donde Dios se revela y hace llegar su palabra. Sale así al paso de ese
estereotipo todavía vigente en la actualidad del cuerpo femenino como tentación
que arrastra a los varones a la perdición y al pecado, y denuncia toda
explotación y violencia contra el cuerpo femenino. Para Nancy Cardoso “el
cuerpo no es el envoltorio de la conciencia, sino la experiencia-acontecimiento
que destruye la dualidad entre la esencia y la apariencia, subjetividad y
objetividad, actividad y pasividad, y otros binarios fijos construidos por la
tradición metafísica patriarcal”.
Las teologías feministas de la corporeidad desconfían de
todo tipo de espiritualidad que prescinde del cuerpo, de la vida, de la tierra
y de las relaciones sociales, puesto que prescindir de la corporeidad significa
en último término no amar. Se privilegia igualmente un lenguaje encarnado y
concreto, y se vincula la experiencia de salvación con experiencias de
“sanación” que
hablan de integración, dignidad, plenitud y encuentro con
el Dios de la vida en tantas y tantas experiencias cotidianas.
Por otra parte, una espiritualidad que tiene a la base una antropología
unitaria y holística recupera el espacio del placer y de la fiesta para las
mujeres, sin tabúes ni idolatrías. En diálogo con sus cuerpos, las mujeres han
desarrollado además una espiritualidad que no las focaliza exclusivamente como
vientres
fecundos, que no circunscribe su contribución a la historia restringiendo
sus funciones a ser esposas y madres, y no limita la vivencia de la sexualidad
a la procreación.
La mujer del Cantar de los Cantares se convierte en
un icono que habla de una identidad femenina diferente. La relación corporal
con su amante refleja el gozo de estar juntos, la alegría del encuentro, el
reconocimiento mutuo de la bondad y la belleza de sus cuerpos, la nostalgia de
la separación. Aparece como una mujer que toma la iniciativa, que expresa sin
temor sus anhelos de amor, que contempla y vibra de gozo con el cuerpo del
amado, que se estremece al sentir su presencia. Una mujer que disfruta y
explora sin miedo el poder de su sexualidad y que se adueña de la fuerza
erótica que reside en ella.
Una mujer que ha interiorizado una imagen positiva de su
cuerpo y que vive en armonía con cada una de sus partes. Asimismo el Nuevo
Testamento nos habla de mujeres que se hacen visibles por sus oídos, capaces de
escuchar, acoger y comprender la Palabra creadora de Dios, la cual nunca
regresa a Él desde el vacío (Lc 11,28; Mc 3, 31-35; Is 55, 10-11); nos habla de
mujeres con palabras poderosas, palabras con capacidad de confirmar en la fe
(Jn 11,27). Algunos modelos femeninos conservados en las tradiciones cristianas
hablan de mujeres dotadas de palabras que son sanadoras y tienen la fuerza de
despertar las energías liberadoras que están en germen en las personas,
palabras capaces de alentar la vida, que se atreven a cuestionar, que median la
entrañable misericordia de Dios para
toda la humanidad. Ésta es la
fuerza y la potencialidad de la palabra de la mujer cananea, que un día salió
al encuentro de Jesús e inició un diálogo fecundador y fecundo, revelador y
sanador, insistente y transformador. Por ello recibe el reconocimiento y la felicitación
de Jesús mismo: “Oh mujer, grande es tu fe, que te suceda como quieres” (Mt 15,28).