La luna se moría de ganas de pisar la tierra.
Quería probar las frutas y bañarse en algún río.
Gracias a las nubes, pudo bajar. Desde la puesta
del sol hasta el alba, las nubes cubrieron el cielo para que nadie advirtiera
que la luna faltaba.
Fue una maravilla la noche en la tierra. La luna
paseó por la selva del alto Paraná, conoció misteriosos aromas y sabores y nadó
largamente en el río. Un viejo labrador la salvó dos veces. Cuando el jaguar
iba a clavar sus dientes en el cuello de la luna, el viejo degolló a la fiera
con su cuchillo; y cuando la luna tuvo hambre, la llevó a su casa. «Te
ofrecemos nuestra pobreza», dijo la mujer del labrador, y le dio unas tortillas
de maíz.
A la noche siguiente, desde el cielo, la luna se
asomó a la casa de sus amigos. El viejo labrador había construido su choza en
un claro de la selva, muy lejos de las aldeas. Allí vivía, como en un exilio,
con su mujer y su hija.
La luna descubrió que en aquella casa no quedaba
nada que comer. Para ella habían sido las últimas tortillas de maíz. Entonces
iluminó el lugar con la mejor de sus luces y pidió a las nubes que dejasen
caer, alrededor de la choza, una llovizna muy especial.
Al amanecer, en esa tierra habían brotado unos
árboles desconocidos. Entre el verde oscuro de las hojas, asomaban las flores
blancas.
Jamás murió la hija del viejo labrador. Ella es la
dueña de la yerba mate y anda por el mundo ofreciéndola a los demás. La yerba
mate despierta a los dormidos, corrige a los haraganes y hace hermanas a
las gentes que no se conocen.
Eduardo
Galeano - Memoria del Fuego, los nacimientos.
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