En nuestro caso y utilizando terminología jünguiana, re‑animar tiene que ver con ánima, con lo femenino, con aquello que está presente en todo ser humano, sea hombre o mujer, aunque evidentemente en diferentes proporciones. De la misma manera que ánimus está relacionado con lo viril, pero está también presente en todos los seres humanos. Ánimus y ánima configuran al ser humano y en definitiva a la Humanidad.
Pero lo femenino ha sido enormemente infravalorado y oprimido tanto en
los hombres como en las mujeres, aunque de forma muy distinta; y esto perjudica
a todo el conjunto humano: “Tenemos una ciencia machista, una sociedad
fundamentalmente masculina e iglesias misóginas. Por eso vivimos en un estilo
de sociedad pobre, sin la irradiación del ánima .Y las mujeres han sido
las mayores víctimas de este estilo de vida”1. Por supuesto que esto
es verdad, pero, además, es cierto que el ánimus también ha sido
manipulado y desproporcionado en los varones, a la vez que oprimido y
`suprimido' en las mujeres. También el ánimus necesita ser rescatado y
equilibrado.
Este desajuste ha conducido a un empobrecimiento que toca a la
humanidad entera, a la forma de ser, a la identidad de los hombres y de las
mujeres, y, por supuesto, afecta a las relaciones y en definitiva al equilibrio
humano. A nuestro mundo, a las estructuras personales, políticas, sociales... e
incluso eclesiásticas les falta “alma”.
Re‑animar la Tierra viene a sugerir
algo así como una tarea de rescate que a la vez propicie una revitalización, un
desarrollo distinto para que la Humanidad cambie y crezca espiritual y
personalmente de manera nueva, cultive la interioridad y vigorice el amor, para
que, en definitiva, así se plenifique. E incluso para que nuestra relación con
el Mundo y la vida se modifique y sea diferente.
A nuestro mundo, culturas, estructuras... –dicho de forma simple y
plástica– les falta ánima y le sobran formas concretas de ánimus
y, así, la totalidad está desequilibrada. Además, este desequilibrio fundamenta
unas relaciones injustas y jerarquizadas, excesivamente basadas en el poder,
que relegan la dimensión femenina y absolutizan la viril. El caer en la cuenta
de todo ello lleva al deseo de una transformación profunda.
Las mujeres comenzaron a intuirlo y crearon los movimientos feministas
de liberación, no sólo porque se sentían –y se sienten– asfixiadas bajo el peso
de la estrechez y de la injusticia; eso también, y desde luego esa experiencia
de opresión generalizada es decisiva, prioriza la lucha y despierta a las
mujeres.
Pero además estaban convencidas de que: “El mundo de la humanidad
posee dos alas: una es la mujer y la otra el hombre. Hasta que las dos alas no
estén igualmente desarrolladas no podrá volar. Si una de las alas permanece
débil, el vuelo será imposible”2. Realmente necesitamos una
Humanidad nueva; queremos volar.
Este nuevo nacimiento y la profunda sanación de la que están
necesitadas las relaciones humanas, pasa por un proceso psíquico y espiritual
hondo, que afecta a hombres y mujeres y a toda la creación.
Exige un cambio, una conversión relacional radical. Convoca a la
reciprocidad masculino‑femenina desde la alteridad, desde el mutuo re‑conocimiento.
Exige la aceptación de la diferencia, la recuperación interior del
ánimus y el ánima, tanto en el hombre como en la mujer. Conduce al aprendizaje
para captar la energía que brota de los opuestos, de la multiplicidad y
de saber situar los contrarios, y dialogar con lo distinto. Es un proceso
terapéutico arduo, trabajoso y gratificante a la vez, que lleva a una nueva relación
más espontánea e igualitaria. Exige unos modelos y valores nuevos también desde
la experiencia espiritual honda que se deja abarcar por el Dios –materno y
paterno– de la vida.
Desde las necesidades de este mundo, desde la ética y la teología
comienzan a reclamarse más y más la misericordia, la piedad, la fidelidad, la
ternura, la vulnerabilidad, la compasión, el cuidado de la vida..., actitudes y
expresiones del `ánima' equilibrada, que apuntan a la esperanza de una posible
curación relacional. El “derecho de la misericordia”, “la solidaridad
compasiva”, “la ética de la piedad”, la necesidad de unas relaciones en las que
el amor y la ternura se expliciten..., expresan algo más que un vago deseo en
algunos sectores minoritarios.
Todo ello es signo de una sensibilidad nueva que emerge aún
tímidamente y es una llamada a sustituir la agresividad competitiva, por la
compasión solidaria donde el espíritu de colaboración sustituya a la orgullosa
competición.
Se vislumbra la necesidad de un cambio espiritual y cultural que
afecte profundamente a las relaciones y a la comunicación humana; una forma
dialogal cualitativamente distinta.
Es el paso de la “verticalidad” jerárquica a la vivencia más
“horizontal” y solidaria de las relaciones; el paso de la “complementariedad” a
la alteridad y el reconocimiento en la diferencia. Las mujeres tenemos que
hacer aquí una aportación indeclinable para el bien de toda la creación y de la
humanidad completa; es, pues, necesario que nuestra voz sea escuchada y nuestra
compañía aceptada y comprendida. Es necesario también entrar con humildad y
valentía en ese proceso de purificación y re‑creación.
Una ética realista y universal reclama un cambio básico, una
conversión total de las relaciones ya muy deterioradas y empobrecidas, como
primer instrumento de paz y concordia en la justicia.
Las mujeres no pedimos ningún favor ni limosna, exigimos el
restablecimiento de unas relaciones fraternas y justas queridas por Dios y a
las que toda la Creación tiene derecho, y ofrecemos la mano de la
reconciliación y cooperación. Esto es mucho más que una reivindicación
interesada, es una denuncia alertadora y urgente para bien de toda la Humanidad
y de toda la creación. Porque nuestro Planeta y nuestra Humanidad necesitan una
sanación física y espiritual.
Al varón no le beneficia en absoluto seguir siendo dominador; por el
contrario, le envilece; a la mujer tampoco el ser dominada e instrumentalizada.
Pero entre las mujeres se han interiorizado durante milenios las actitudes de
subordinación e incluso de automarginación y entre los varones se ha
potenciado, en exceso, la fuerza y el orgullo de dominar. No puede haber
liberación de la Humanidad si los varones continúan oprimiendo a las mujeres,
pero tampoco si éstas consienten en seguir siendo oprimidas.
El ánimus, pero, especialmente, el ánima, lo femenino, está sufriendo
en los hombre y en las mujeres, en la humanidad total. Comenzamos a
despertar... pero indudablemente las mujeres se han adelantado y la
concientización en ellas es más fuerte. El sufrimiento es y ha sido el vigoroso
acicate. Hay que saber reconocer y agradecer el trabajo y la visión anticipada
de las mujeres para liberarse y liberar: “Esta situación ha comenzado a
cambiar, sobre todo, a causa del despertar crítico y la protesta valiente de la
misma mujer”19.
María José Arana. RESCATAR LO FEMENINO PARA RE
ANIMAR LA TIERRA. © Cristianisme i Justícia (extracto)
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