jueves, 16 de diciembre de 2010

Esperando al Niño

La Palabra de la cañada. Benjamín González-Buelta

Al principio era La Palabra, y La Palabra puso su rancho
entre nosotros al fondo de la cañada, al lado del basurero,
en la zona norte de la ciudad.
Y La Palabra nació entre las moscas y la brisa nauseabunda
cuando sopla desde el Este.
La Palabra era un llanto recién nacido, y se confundió con los gritos
de los niños buscando cartones, pedazos de tela usada
y botellas vacías de ron.

Tres extranjeros llegaron de lejos invitados a un hotel cinco estrellas por una agencia internacional.
En el hastío de las reuniones, se les apareció una joven empleada sonriente como una estrella.
Los sacó de las rutas programadas, y los condujo caminando a pie hasta la periferia de la ciudad.
Al ver La Palabra dormida entre los brazos delgados
y la sonrisa tan limpia de la joven mamá,
se quedaron en silencio empapados de tanta paz,
en medio de la miseria.
Y al irse, dejaron en una silla lo que tenían a mano,
doce dólares, treinta pesos y una fotografía instantánea
tomada al bajar del avión.

Y pasó el cuchillo de Herodes matando por la cañada
con una plaga de tifoidea.
Pero La Palabra se salvó, porque el ángel del Señor
le dijo al papá en la reunión comunitaria
que hirviese el agua,
y no dejase jugar al niño en los charcos sucios de la cañada.

A la edad de doce años se adentró por primera vez
con su lata de maní tostado hasta el centro de la ciudad.
Y La Palabra se perdió entre las calles.
Al tercer día lo encontraron sus padres
en el parque de la catedral.
La Palabra era simpatía y risa entre turistas blancos,
limpiabotas, cambia cheques, el párroco y un policía.

El niño regresó con sus padres al fondo de la cañada.
Aprendió a fabricar mesas y sillas baratas
con maderas usadas.
Y La Palabra se hizo pregón al anunciar su mercancía
por las esquinas y callejones.

Viendo toda la fuerza de la vida y toda la eficiencia de la muerte, fue creciendo en edad y sabiduría.
Y se fue haciendo un hombre, al mismo tiempo palabra de barrio
palabra encarnada de Dios.

Tenía unos treinta años
cuando una tarde de agosto,
viendo la lucha tenaz de las madres,
la ternura de los hombres
curtidos por el trabajo y el dolor,
y las risas de los niños llenando el aire,
gritó: “Somos dichosos!
El Reino de Dios está aquí,
en medio de nosotros!”.

Unos dijeron que se volvió loco de tanto caminar al sol
mirando tanta injusticia.
Otros, pensando que se burlaba, le tiraron piedras y latas vacías.

Pero algunos sintieron estremecidos que hablaba su mismo acento
una palabra de vida sin estrenar.
Y lo siguieron por la zona norte, enseñando a mirar la vida,
despertando sueños dormidos en su memoria ancestral,
reuniendo fuerzas dispersas.

Y un rumor se extendió entre la gente:
“Nadie antes nos habló como este moreno joven
crecido al fondo de la cañada”.

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